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8 oct 2013
20 ago 2013
13 ago 2013
23 jul 2013
11 jul 2013
Carta al padre
La muerte del padre es uno de esos temas que
generan una emoción casi obligatoria en el lector. No sólo por la existencia de
una tradición alrededor de este tópico (uno de los mejores exponentes es la
novelaLa invención de la soledad, de
Paul Auter) sino porque nos iguala en la comprensión de esas tragedias íntimas
y sencillas en relación con nuestros propios padres. Su figura tiene algo
atávico, mítico.
De esa pequeña tragedia da cuenta Mi libro enterrado, primera novela de
Mauro Libertella publicada por editorial Mansalva. Con la diferencia de que
aquí el padre no es un padre cualquiera sino también un escritor, uno de “los
raros” herméticos de la literatura argentina, y su muerte se convierte, además,
en un legado literario. El padre que le entrega la posta al hijo para que
continúe su obra, el hijo que transforma una obra difícil en una novela
sencilla, clara y honesta, que no disfraza ninguna emoción con literatura.
Tampoco es cualquier agonía la que
recorremos junto al libro: es una agonía dramática, de alguien que se propone
firmemente la autodestrucción alcohólica y no ceja en su empeño. “Es lo que yo
llamo el derrumbe”, dice el narrador, tratando de encontrar forma en ese largo
suicidio, esa dejadez en la que el padre se interna suave y prolongadamente
para morir, signo de una perimida tradición beatnick que el hijo desprecia: la
borrachera “simpática” de aquellos años locos.
La enfermedad revierte las
relaciones: convierte al padre en el hijo desválido, al hijo en el padre sobre
el que pesa la gravitación de la muerte. Si La
carta al padre de Kafka consistía en un brillante y minucioso reproche, y
lo mismo la novela de Auster, en ésta no hay nada más que amor y ternura por el
padre que se va.
Pero la paternidad aquí no lo es
sólo por una contingencia biológica: también es paternidad literaria. A su
cargo queda la iniación del narrador en ese aspecto, a quien a los diez años le
lee el cuento “Los dos reyes y los dos laberintos”, de Borges. Hay algo de
fatalidad en esa escena: la del hijo que recibe la “condena” literaria; la del
padre que entrega su amor como el objeto más preciado. Inútil la resistencia a
continuar un camino preestablecido, la literatura terminará buscando al hijo y
siendo parte de su vida. Como también el instrumento con el que el hijo
pretende analizar la muerte de su padre, su vocación literaria, la relación que
los unía. En este sentido, el apellido es una carga que el hijo lleva como
ajena: cada vez que le dicen Libertella piensa en el otro, como si se hubieran
equivocado de persona.
Primer profesor de literatura, el
padre es también el primer crítico, al que hijo somete en sus textos más
jóvenes. La edad del padre al publicar (23 años) corre al hijo como un monstruo
en un pasillo: a la edad en que el padre estaba ganando su primer concurso, el
hijo está escribiendo su primer relato, que paradójicamente tiene a la muerte
del padre como protagonista.
Mi
libro enterrado es una novela íntima, casi una carta que leemos sobre el
hombro. También una narración plagada de hermosas imágenes que se graban a
fuego en la memoria. Hay una especial, por su gracia y su sensibilidad: el hijo
visita al padre en su departamento de escritor, y el padre le prepara para dormir una cama hecha de hojas
abolladas, los restos diurnos de su trabajo corrección. En esa imagen se cifra
la delicada belleza de esta primera novela.
21 jun 2013
Manual ilustrado para entender
a Estados Unidos
(Publicado el jueves 20 en ciudad x)
Muchos fueron los
que intentaron definir a Norteamérica, y muchas las novelas que intentaban
decirlo todo sobre ese desmesurado país yconstituirse de una vez y para siempre
en la “gran novela americana”. En 1973, Kurt Vonnegut, que ya era un escritor
consumado y había cosechado el éxito de la impresionante Matadero 5, hizo la prueba una vez más.
El resultado es
un libro lleno de violencia, consumismo desenfrenado, humor delirante y locura:
un espejo para el país de la época y, por qué no, para el actual.
Esta nueva
edición de ese clásico (con tapas una vez más de Liniers) comienza con un
prólogo donde el autor declara: “Este libro es el regalo que me hago a mí mísmo
al cumplir cincuenta años”.
En un gran sentido es, entonces, un libro íntimo,
casi un capricho de un viejo zorro que más sabe por viejo. Encontramos
nuevamente esa maravillosa voz a la que Vonnegut nos tiene acostumbrados,
telegráfica y excesiva a la vez, que vuelve con un sentido musical de la prosa
a los mismos ejes, como si Vonnegut cantara en vez de escribir, o como si sus
novelas fueran largos poemas con leitmotivs intercalados que regresan la acción
al comienzo.
Un escritor de ciencia ficción llamado Kilgore
Trout, que ya habíamos conocido en Matadero
5, se encuentra con Dwayne Hoover, multimillonario loco: ese es todo el
argumento de la novela, que narra con minuciosidad los momentos anteriores a la
cita, desde una mirada múltiple, de mosca, que se regodea en los detalles (hay
una lista por ejemplo de las medidas del pene de todos sus personajes,
incluyendo a un violador) sin perder de vista el Todo, el gran ruido de fondo
de la sociedad norteamericana.
Pero los personajes y el encuentro son nada más que
una excusa para elaborar esta especie de tratado delirante, mezcla de ensayo,
autobiografía y novela que es el libro. Como si tuviera que explicarle la
realidad a un niño o un extraterrestre, Vonnegut se regodea en insertar dibujos
de su propia mano para ilustrar nuevamente los conceptos más sencillos: un
cordero, una vaca, un revolver calibre 38, incluso un ano.
Alter ego del autor, Kilgore Trout es un escritor
viejo y fracasado que ha publicado más de doscientas novelas y miles de cuentos
en revistas baratas, pornográficas en su mayoría, y otro de los elementos que
se repiten en la novela son los argumentos de sus cuentos y novela, quizás
superiores a la propia ejecución. Todos repiten esa interpretación oblicua y
metafórica de la realidad que es la ciencia ficción, tratando de congelar en un
instante el Leviatán de Norteamérica: un planeta habitado por automóviles que
se reproducen con huevos, la carta de Dios a la única persona con libre
albredío, una isla donde todo el espacio estaba en manos de unos pocos y los
demás debían vivir colgados de globos.
En la otra esquina, el millonario excéntrico, a
punto de enloquecer y cometer una tontería con un revolver calibre 38. Su
esposa se ha suicidado tomando un raro veneno, su hijo es un homosexual que
toca el piano por dinero. Es, de alguna forma, el reverso perfecto de Kilgore
Trout, su contracara, pero donde otros pondrían un villano frío y calculador
Vonnegut pinta a su personaje como un viejo loco que se acuesta a jugar con su
perro. Todos sus personajes tienen su redención, que no se consigue a través de
un acto heroico sino de la mirada del narrador, que los comprende y a su modo
los ama.
Vonnegut, junto a Don DeLillo y Thomas Pynchon, es
el escritor profeta de un gran país enloquecido. Su tarea, la de gritar en las
peatonales con un cartel en el pecho, es siempre insuficiente y siempre
necesaria. Una de esos estrellas que aparecen una vez cada cien años y dejan
una marca en el imaginario, incluso quizás en los de aquellos que nunca se
permitieron el placer de leerlo.
20 jun 2013
4 jun 2013
El futuro llegó hace rato
En
su genial Mientras escribo, Stephen
King cuenta que muchas de sus obras provienen de una pregunta en condicional:
¿Y si...? Salem`s Lot, por ejemplo, traducido al español como La hora del vampiro, proviene de la
pregunta ¿Y si unos vampiros invadieran un pueblito de Nueva Inglaterra? Lo
mismo se le puede adjudicar a muchas de sus obras: provienen de una
posibilidad, que termina siendo la columna vertebral de la novela.
En
Los cuerpos del verano, la primera
novela de Martín Felipe Castagnet, galardonada con un Premio la Joven
Literatura organizado en Francia, el método es el mismo. ¿Y si los muertos
pudieran volver con otro cuerpo?, es la pregunta que conforma su columna
vertebral, y a la vez la punta del ovillo para desenrollar la trama.
La
misma, por otro lado, es simple: un hombre llamado Rama vuelve a existir en el
cuerpo de una mujer. Vuelve después de muchos años, con sus hijos y nietos ya
viejos, y algunas cuentas pendientes de su vida anterior. Esto le permite al
narrador desarrollar gradualmente un mundo, un universo propio y distópico que
–como toda la ciencia ficción contemporánea- algo le debe a James Ballard y a
Kurt Vonnegut y al Dios Tutelar Pilliph K. Dick, sin ceñirse estrechamente a
ninguno de ellos, porque es una novela con estilo propio. Además, logra lo que
pocos autores del género: que su ficción suene “argentina”, sin la necesidad de
que sus personajes escuchen tangos o tomen mates o se engullan un bife de
chorizo.
Asistimos
al monólogo cansado y escéptico del protagonista, que tiene que aprender a
vivir con “un cuerpo gordo de mujer que nadie más quiere”, arrastrando una
batería consigo para lograr la subsistencia. El lenguaje de la novela es claro
y no incurre en la literatura: es decir, en la artificiosidad, en la “belleza”
deliberada.
Como toda excelente novela de
ciencia ficción, Los cuerpos del verano
trasciende la cuestión científica para preocuparse por dilemas relacionados a
cuestiones más centrales, incluso (¿puedo usar esta palabra?) universales.
En
este sentido, el epígrafe de Stephen Hawking (“No hay cielo ni vida después de
la muerte para las computadoras obsoletas; ese es un cuento de hadas para la
gente que le teme a la oscuridad”) resume muy bien una de las preocupaciones
centrales de la novela: la preocupación por la identidad. ¿Somos nuestro
cuerpo? ¿Puede equipararse el cuerpo a una máquina? ¿Qué es eso que queda
“flotando” en la web luego de la muerte? ¿Se encuentran la consciencia o la
mente en algún lugar determinado de nuestro cuerpo?
Pero
el tema no se acota allí. La novela de Castagnet desenreda su ovillo en muchas
direcciones. Doy tres ejemplos: el protagonista es más joven que su hijo Teo,
que está arruinado por la ancianidad y a la manera de ciertos personajes de
Beckett es pura voz defectuosa. Hay traficantes de órganos en las villas
miseria capaces de vender un riñón a precio módico. Existen los “miembros
fantasmas”, en el caso del protagonista un literal miembro viril que se
despierta erecto (pero que no está más ahí).
Como
se ve, la novela mira al futuro con un ojo en el presente. Lo cierto es que
vivimos en el futuro, que si bien dista mucho de las representaciones robóticas
de los años 50, no por eso deja de ser aterrador. Es posible leer la novela
como una gran metáfora de la web, de nuestras identidades que “flotan” en el
hiperespacio, incluso de la figura del fake: la identidad falsa, el usurpador
de identidad.
Hace poco se dio a conocer
Avatar 2045, un proyecto para trasladar la consciencia humana primero a robots
y después a hologramas capaces de vivir para siempre. Las viejas concepciones
de cuerpo, de identidad e incluso de religión podrían ser subvertidas. Sus
mentores planean incluso formar un partido político: Revolución 2045. Lo que
plantea Los cuerpos del verano no es
el futuro: es el aquí y ahora.
6 may 2013
La buena
gente de campo
“El miércoles 21 de marzo de
1990, en Tábano, un caserío al oeste de la provincia de Buenos Aires, se
produjo el único suicidio en masa del que tenga registro en la historia
criminal argentina”.
Así
empieza Me verás volver, de Celso
Lunghi, flamante ganadora del último premio Página 12, con un jurado entre los
que se cuentan escritores de la talla de Juan Forn, Alan Pauls, María Moreno o
Guillermo Saccomanno, entre otros. Y esa primera frase encierra el sistema de
muñecas rusas que rige la composición arquitectónica de la novela.
En ésta, como acusaba Onetti a
Puig, uno no sabe como es la voz del autor, pero sí la de los personajes, que
desarrollan la historia a partir de sus puntos de vista, en sucesivos monólogos
interiores y textos ficcionales, como cartas o retazos de libros, y con una
información siempre parcial sobre los hechos.
Me verás volver es, sobre todo, una novela policial, pero que
subvierte el clásico esquema “crimen – enigma – resolución del enigma” en
“crimen – enigma – más enigma”. En cada muñeca rusa hay un nuevo misterio, un
hecho desconcertante que engrosa la oscuridad alrededor de los personajes. Es
acertado el fallo del jurado que dice que “hacía tiempo que las grandes
tradiciones de la literatura argentina no convergían en una trama”, porque esos
“niveles” también son géneros en sí mísmos, y cada volantazo de la novela
implica un cambio de lectura: desde el policial al terror, desde el documental
al fantástico.
Aunque la gran influencia quizás
sea la de Stephen King, citado en uno de los epígrafes. Al igual que en las
historias de King, ésta se desarrolla en un ámbito rural, y su terror es el de
los personajes de esa zona: terror de campo, terror de corazones solitarios y
un poco salvajes. Hay un sacerdote malhumorado y corrupto, una niña santa, amas
de casa desesperadas y crueles.
También podría haber sido, desde
su rigurosidad argumental, una novela de Sergio Aguirre: rápida, esférica,
inteligente, maligna. Las piezas encajan una a una precipitando el suspenso y
el único detective posible es el lector, que tiene los datos suficientes para
resolver el misterio.
La historia gira alrededor de
una niña que comienza a recibir mensajes de la Virgen María. Poco a poco
congrega a un grupo de personas que se acabará transformando en una secta. Con
lentitud, como quien quita capas de ropa, se desvelan los secretos horrorosos
de la familia de la niña, su padre, el fantasma inquieto de su madre. Será ella
quien, en un momento determinado, le ordene a sus fieles el suicidio a través
de la ingestión de cianuro.
Pero esa es sólo una de las
capas de la novela, que recubre las relaciones perversas de los habitantes del
pueblo. La verdadera oscuridad no es la de lo sobrenatural, sino la de los
corazones reales de esa “buena gente de campo” capaz de los peores crímenes.
Con un funcionamiento similar al
de la novela de folletín, cada capítulo funciona como una pequeña narración
cerrada en sí mísma, que agrega un nuevo detalle horroroso. Y lo hace sin
golpes de efecto ni grandes despliegues linguísticos. No hay una sóla frase
“poética” o “literaria” en la novela: más bien se trata de captar la simpleza y
el minimalismo del lenguaje oral, porque el efecto se da a nivel de la
narración.
A pesar de la rapidez con la que
se lee (o a causa de eso precisamente), Me
verás volver admite relecturas, y
logra dejar la impresión de ligera incomodidad y confusión que causa la vida
misma. Novela epistolar, novela documental, novela de chismes de pueblo y de
extraños y dolorosos pensamientos, constituye el prometedor debut literario de
su autor, de sólo 25 años, lejos de la escritura autobiográfica y generacional
contemporánea y más cerca de aquello que Borges le pedía a la literatura: una
buena trama.
25 abr 2013
Una chica de provincia
A finales del 2012, una novela irrumpió con fuerza en las listas de
votaciones de “libro del año”. Se llamaba El
viento que arrasa y su autora, pese a tener publicados un libro de cuentos
(Una chica de provincia), uno de
poemas (Mal de muñecas) y una
nouvelle (Niños), era joven y casi
desconocida. Pronto llovieron los elogios desde los suplementos culturales e
incluso desde la voz autorizada y legitimante de Beatriz Sarlo.
Nacida en 1973, en Entre Ríos (actualmente vive en Buenos Aires) Selva
Almada se formó en el mítico taller de Laiseca, al que aún acude para leer su
producción. Dice sobre la experiencia: “No es un taller convencional, Laiseca
nunca te va a marcar una cuestión de puntuación, es como muy libre en un
sentido. Aprendés de él a través de lo que charlás, de sus lecturas y de su
experiencia de vida más que cómo formatear un cuento o cómo hacer una
descripción. En ese sentido es un poco mitológico. Su gran acierto es que te
alienta a encontrar tu propia voz. Yo misma soy docente y a veces me tengo que
contener para no llevarlos a lo que me gusta leer a mí”.
Narrada en un lenguaje sencillo, claro y económico, El viento que arrasa cuenta una historia mínima, con cuatro
personajes y lo que en la preceptiva se llamaría unidad de tiempo y lugar: un
pastor y su hija, un mecánico y su hijo adoptado, un auto descompuesto.
Alrededor, el paisaje deprimente y hostil del desierto chaqueño, casi un
personaje más en la historia.
“Conozco el Chaco de haber ido varias veces”, dice Almada. “Me pasaba que
salía de Entre Ríos que es como un vergel y me iba a meter en el norte
santafesino y sur del Chaco, que es desértico y llano. Me parecía un paisaje
hostil, yo lo rechazaba y él me rechazaba a mí. Entonces planteé esa dicotomía
entre el paisaje chaqueño y el entreriano, la infancia del pastor transcurre en
Entre Ríos y está llena de ríos y árboles, es donde tiene lugar su bautismo”.
Uno de los aciertos en el libro es el uso de los diálogos, que suenan
creíbles sin ser costumbristas, algo poco visto en la narrativa contemporánea.
“En los relatos anteriores le escapaba siempre al diálogo porque me parecía que
cada vez que lo usaba quedaba impostado. Y en cambio acá la novela de hecho
arranca con un diálogo, y ahí me di cuenta de que funcionaban, me parecían
verosímiles. Por ahí no soy muy observadora pero sí tengo mucho oído para
captar cosas que pasan, o frases, o giros, que me gustan, me interesan, me
parecen pintorescos”.
El otro acierto es la prosa: cuidada, económica, profundamente sensorial,
recuerda un poco a la de ciertos narradores de los setenta como Haroldo Conti o
Moyano, y menos a los desvíos y las disgresiones que suelen caracterizarse como
“escritura femenina”. La de Almada es, en este sentido, una escritura
masculina, útil y transparente, que parece dejar hablar a los personajes por sí
mísmos sin la molesta intervención del autor, y con un concepto de la
sugerencia que recuerda a la teoría del iceberg de Hemingway.
“Ya me han dicho que mi escritura no es típicamente femenina”, dice la
autora. “Igual las escritoras que me gustan no trabajan con ese tono. No me
interesan las historias domésticas con dramas o románticas. Me gustan las
historias que avanzan. Y me da más curiosidad el mundo de los hombres que el de
las mujeres. Eso se nota en la novela, donde las madres están ausentes. Lo que no quiere decir que en mis cuentos no
aparezcan mujeres, pero no son mujeres comunes nunca, son quizás más
masculinas. Por ahí es la mirada que yo tengo sobre las cosas, sobre el mundo”.
El viento que arrasa es una
novela moral, en el sentido que le da a esa palabra la larga tradición de
escritores del profundo sur norteamericano. Como en Pedro Páramo de Rulfo, sus personajes viven en un infierno en la
tierra, una zona despoblada y pobre, y esto parece ser el resultado de sus
propias acciones pecaminosas. En todos hay una pérdida, un recuerdo doloroso
que puede resumirse en una imagen, una fotografía.
“En ese tiempo había empezado a leer a Flannery O` Connor y Carson Mccullers”,
dice Almada. “De Faulkner leí Mientras
agonizo, y no mucho más, algunos cuentos sueltos, y creo que lo que hay
suyo en la novela está más pasado por el río de Onetti. Elegí la figura del
pastor porque necesitaba la excusa de alguien que viajara, y los viajantes de
comercio ya casi no existen y son un lugar muy transitado. Y como yo voy mucho
al Chaco me habían llamado la atención la cantidad de cultos evangélicos”.
La acción cuenta en simultáneo la vida de esos cuatro personajes, la
espera para que le arreglen el auto al pastor, que debe seguir viaje, los flashbacks
que permiten entender su historia y los sermones del pastor. Y todo se encamina
hacia un final digno de una buena película argentina. Porque El viento que arrasa es también una
“novela cinematográfica”, como dice la contratapa, casi servida para su
adaptación. “Hay una propuesta bastante firme de un productor”, adelanta
Almada, “que ya casi está cerrada. Hubo un par de directores puntuales, pero
nos conveció esa. En ese momento incluso me planteé si era necesario llevar el
libro al cine, sino era mejor dejarlo como estaba. Después pensé que bueno, la
película nunca va a ser el libro, va a ser la obra del director o el guionista,
no mía”.
Uno de los temas centrales de la novela son los vínculos familiares,
cuyas rupturas marcan la vida de los personajes. Almada es contundente al
respecto: “La familia, como institución, la familia convencional, me parece
algo que necesito poner en crisis todo el tiempo”, dice. “Yo vengo de una
familia disfuncional, entonces cuando veo papá, mamá, la nena, el nene, y son
todos felices no les creo. Siempre estoy poniendo en cuestión la familia, con
todo lo que gira alrededor. La familia es el lugar de protección, mentira, las
peores cosas se suceden muchas veces ahí adentro. La idea de que la sangre tira
también me parece un discurso vacío. O la idea de que por que sos familia te
tengo que defender a capa y espada aunque te hayas mandado una cagada terrible.
Esa cosa argentina de que lo primero es la familia es una idea que me da escozor.
Por eso en mis historias las familias nunca están completas, siempre les falta
una parte”.
En breve, siempre por Mardulce editora, aparecerá Ladrilleros, su segunda novela, “un poco más larga y más
disgresiva”. Luego de la primera, la expectativa es grande y a la autora
confiesa darle “un poco de vértigo”. Además, afirma seguir eligiendo un
proyecto mediano como ese antes que los grandes grupos editoriales. “Me siento
más cómoda con ellos. Me gusta la editorial, me gusta el catálogo que están
armando. Trabajo muy bien con Damian (Tabarovsky). Me acompañaron mucho en todo
el proceso del libro, ellos se ocuparon de la prensa, de llevarlo a una
distribuidora. Yo puedo opinar sobre las tapas, cosa que no es habitual en el
medio. Es una idea quizás un poco romántica de la vieja relación del editor con
el autor, que lo acompaña durante toda su obra y toda su vida. Tampoco me voy a
cambiar de editorial para ganar plata”.
(Publicado hoy en Ciudad X)
(Publicado hoy en Ciudad X)
22 abr 2013
Naturaleza humana
1. La contratapa del libro dice que su autor: “capta el momento en el que esas vidas logran un estatuto religioso”, y sigue en un razonamiento impecable. Lo abro, recostado en una hamaca paraguaya. Su autor me cae bien, nos conocimos en Rosario hace casi tres años, pertenece a una extirpe literaria de cordobeses sentimentales y resentidos que me gusta. Sin tonada. Sin humor cordobés. Como Carlos Godoy, el autor del poema de mi generación (La escolástica peronista ilustrada, pronto a reeditarse). Cierro el libro horas después, ya leídos todos sus cuentos. La concha de tu madre, Luciano. Cuentos cortos como leña cortada y fresca en la mañana nórdica: quiero estar arriba de un caballo o de un tractor y ser útil al país agrario mientras alguien escribe así. En cambio, en ocio, hago el fuego, trozo el pollo y sigo pensando en el libro, en sus cuentos. Tendría que llamar a Luciano y gritarle en medio de la euforia del vino que su libro me deslumbró y me elevó cien metros, por las nubes. 2. Estoy hablando de El asesino de chanchos del narrador y poeta cordobés Luciano Lamberti (en una bellísima edición de Tamarisco, de 2010). Libro de obsesiones que me gustan: la madre, el hermano varón, el tiempo con amigos, el trabajo como soledad, el extrañamiento paterno, ah, y los animales… los que hay que matar, los que hay que cuidar. Cuentos de trabajo y familia, entre urbe y natura de una Córdoba –aceptemos el adjetivo esta vez- “profunda”. Orden sin progreso. 3. En Buenos Aires acaba de pasar la semana de estrellato del joven Fariña y el descubrimiento vidrioso de la ruta del dinero negro. Escucho repeticiones por todos lados. Pero me obsesiona una frase: “un millón de dólares pesa 1 kilo 100”, dice Fariña, y se me ocurre que eso lo podría haber escrito también Lamberti, porque ese es su punto de vista: el peso, el calcio de las cosas. La materia anterior al símbolo: esa oscuridad primaria. Argentina año 13: sin posibilidad de pasar sus pesos a dólar los nativos ahora se preguntan cuánto pesan los dólares. Y cuánto pesa en verdad un millón de dólares (“¡mucho más que un kilo cien!”) discuten en la mañana de Víctor Hugo. ¿La nueva guerra de clases altas será la superación de lucha de clases (medias) de los años kirchneristas? Tan lejos, Lamberti, habla de lugares sin clases porque no tienen clase los que esperan el derrame keynesiano, los que no piden aumentos, los fumigadores de plagas, los escritores vagos, los que rezan por un golpe de suerte. Prosa del tiempo: y si es hora de hablar de dinero, es hora de hablar de enriquecimientos lícitos e ilícitos. La economía es una hoja de ruta de aventureros: Lamberti escribe como un dios caído del paraíso cultural, sin ciudad ni conurbano, urbe sin centro. 4. Me llevé el libro al Tigre porque creí completar su ideal estético en la cabaña de madera que alquilo en el río Carapachay para disfrutar de la familia, el asado, las bondades de la tierra: mierda que no, Lamberti dice que lo que hay que domesticar es la naturaleza humana. Y los animales son criaturas breves y fugaces, salidos para la soledad o para hacer algún acuerdo afectivo, muscular, o una tiranía horrible. En definitiva: el juego asesino de la representación en medio del desierto. 5. El asesino de chanchos es un libro perfecto que individualiza una voz que aparenta ser la constelación de los puntos de un naufragio generacional (chicos de pueblo sin destino, escritores o estudiantes de carreras perdidas, oficios viejos, sexo sin amor, y así) y deviene en disparos a direcciones distintas que no se reencuentran. La poesía sería el arte de unir esa dispersión con los hilos de baba invisible: pero el narrador asume con mucha más fuerza su decisión de abandonar. De contar la pérdida. 6. Lamberti escribe sobre los restos provinciales y barriales del Estado de bienestar y en la resaca afectiva que dejó la recesión: cuando tener un trabajo no es tener dignidad, apenas un don secularizado.7. “El verano brillando y los árboles y las piedras brillando y todas las cosas dentro tuyo, sin brillar”, dice en el extraordinario cuento “Febrero”. 8. ¡Lamberti es la voz del interior!
9 abr 2013
(Durante el Filba, nos encargaron a diferentes escritores la escritura de una bitácora sobre algún aspecto de la ciudad de Santa Fe. Selva Almada y yo escribimos sobre la inundación santafesina del 2003. Acá va la mía).
Bitácora del Filba
Yo hubiera
querido andar en canoa por el río. Hubiera querido comer pescado en la costa,
directamente con las manos, mirando el río que pasa. Pero en cambio me mandan, junto
a Selva Almada, a ver la inundación. No sabemos mucho más que eso, que vamos a
ir al oeste, a la zona más afectada. Otros comerán pescado o reirán bajo la
sombra de los árboles en hermosos parques autóctonos, nosotros vamos a cronicar
el apocalipsis.
Cecilia me
cuenta durante el almuerzo que el poeta Roberto Malatesta fue una de las
víctimas. Que se tuvo que subir con la
heladera y la cama al techo de su casa, y defender sus pertenencias a fuerza de
cuchillo, porque había saqueadores que se aprovechaban del caos general.
Yo imagino un
mundo de gente subida a los techos y armada para defenderse de los zombies, un
poco como una canción de El mató. Niños en canoa, casas inundadas.
Pero nada de
eso está a la vista.
Las aguas
bajaron, la gente arregló sus casas, ayudada por la ridícula indemización del
gobierno de Reutteman, lo que estaba tumbado volvió a levantarse. Yo, que soy
cordobés, no me acuerdo de nada, o de casi nada. Vagas imágenes de la
televisión en esa época, ver las aguas arrasando los barrios y preocuparme y
cambiar de canal.
Vamos al
terraplén de la circunvalación oeste. El que maneja el auto es Mariano Pagés,
un escritor que tuve el placer de conocer en este viaje, y que cumplía años el
día de la inundación. Se acuerda de un libro flotando en el agua. Se acuerda de
que su mujer perdió un piano. También de que Fernando Callero fue a visitarlo y
se encontró con que en la calle había un río, y se volvió deprimido a su casa.
Nuestro guía
es Cacho Sanagustín, cuyo apellido, como nos aclara él mísmo, se pronuncia
igual que el santo pero se escribe todo junto, “sanagustín”. Sanagustín no se
olvida de nada, para él la injusticia todavía quema, puede hablarnos horas
enteras de detalles técnicos, medidas de terraplenes de defensa y cotas y bolsas de arena, como si fuera un
ingeniero hidráulico, pero también de eventos precisos de ese día y de los
entretelones políticos, conectados unos con otros como en un gran plan.
Sanagustín nos
muestra terraplenes, que son montañas cubiertas de yuyos, y después seguimos
viendo más terraplenes, y más allá otros terraplenes. Porque lo importante no
es lo que vemos (terraplenes y más terraplenes) sino lo que nos cuenta.
Sanagustín habla con un tono de profesor de colegio técnico, y sabe
prácticamente de todo.
También es
electricista, lector de libros políticos, dueño de un metro noventa y siete de
estatura. En su casa, que comparte con su madre y una de sus hermanas, nos
señala una pared, por encima de su cabeza, y nos dice que hasta ahí llegó el
agua. Después tuvieron que empezar de cero.
Nos pasamos
fotos: una pieza inundada, una cocina inundada, un taller de electricidad
inundado. Al retirarse, el agua dejó cinco centímetros de una sustancia
pegajosa, compuesta de desagues cloacales y los residuos tóxicos de los
talleres que rodeaban el barrio. La cocina es cálida, el patio delantero está lleno
de plantas alimentadas por la humedad santafesina. En una estantería hay dos
pequeñas estatuas, un buda sonriente y una foca, también sonriente.
Sanagustín
corrió con sus propias largas piernas junto a una turba iracunda a Carlos Reutemman,
cuando las papas se pusieron calientes.
La inundación
es para él una constelación de signos paranoica y pynchoniana que sólo puede
arrojar una conclusión, o mejor dicho dos. O los políticos implicados (a saber:
Reutemann, Gualtieri, Rosatti, Pennisi y un tal Lamberto que espero que no
tenga nada que ver conmigo) son pelotudos, o son hijos de puta, aunque también
cabe la posibilidad de que sean ambas cosas.
La tesis de
Sanagustín es que la tragedia podría haberse evitado con muy poco, si los
funcionarios correspondientes, muchos de los cuales eran ingenieros
hidráulicos, hubieran hecho medianamente bien su trabajo. Pero una red de
relaciones políticas inéditas dejó libres a la mayoría de los responsables.
Sanagustín
espera y reclama justicia. Está harto de marchar todos los martes sin obtener
resultados. ¿Ya mencioné que era poeta? Una de sus estrofas dice: “Reuteman
desnudo es Macri/ Macriu desnudo es Del Sel, / Del Sel se viste de Lole, / Lole
es el novio de Mercier”.
Estamos al
rayo del sol, en la plaza al frente de la casa de gobierno. Miramos unas cruces
de madera, que recuerdan a las víctimas fatales. Es el final de nuestro recorrido.
El sol está bravo, como dice Selva Almada, y nos da directamente en la cara.
Unas horas antes, en el auto, y con envidiables dotes de narrador oral, San Agustín nos había dicho: A partir de
ahora las cosas van a ponerse feas, si alguno quiere bajarse puede hacerlo.
Pero las cosas
feas no estaban afuera sino en su memoria y sus anécdotas aterradoras, como la
de la mujer a la que la corriente le arrebató un bebé de los brazos o los
campesinos que vieron pasar algo arrastrado por el río y dudaron sobre si era
un cuerpo humano o el cuerpo de un chancho muerto.
8 abr 2013
28 mar 2013
Apuntes sobre el
Filba (publicado hoy en Ciudad X)
Treinta y tres escritores. ¿Qué hacen treinta y tres escritores en
un hotel santafesino? Comen, duermen, fuman, charlan, bajan al restorán a usar
la laptop, se despiertan temprano y despeinados para desayunar, intercambian
libros y proyectos editoriales, pasean por la ciudad, hablan por teléfono y se
sacan fotos, algunos incluso escriben. El motivo de tanto despliegue es la
segunda edición del Filba Nacional, festival itinerante de literatura
organizado por la Fundación Filba y la librería Eterna Cadencia. Esta vez la
sede se traslada a la patria chica de Juan José Saer. Y ahí estoy yo, con mi
vieja y pesada computadora y mi vieja y pesada mochila.
Un cholulo literario. El Hotel se llama España, y su comedor, de
techos altos, grandes columnas y serviciales mozos de estricto bigote
evidencian su pasado esplendor. Al llegar me encuentro a Hebe Uhart, sentadita
en uno de los sillones del hall. Le pregunto si está por ir a la conferencia de
las seis y media y se produce un diálogo confuso: Yo soy Hebe Uhart, me dice.
Sí, ya sé, le digo. ¿Vos quién sos?. Lamberti, le digo. Ah, dice, pero se nota
que no me tiene. En el ascensor casi choco con Aníbal Jarkowski. Vos sos Jarkowski,
le digo. Él sonríe sin responder. La situación es esa, entonces. De vista o de
haberlos leído, yo los conozco a todos. Soy un cholulo literario. Nadie me
conoce a mí. ¿Por qué habrían de conocerme? Dejo mis bolsos, pruebo la conexión
a internet (es malísima allá arriba) y cuando vuelvo a bajar, Hebe Uhart sigue
sentada en el mismo sillón. Tenemos una desopilante conversación sobre el Papa
(Tanta humildad, tanta humildad, no le creo, dice ella) y después llega Claudia
Piñeiro, alta y con calzas, y hablan con Hebe del clima y la ropa. Quisiera
decirle que Tuya, es una gran novela,
y que Las viudas de los jueves no
está nada mal a pesar de haber sido premio Clarín, pero esas cosas no se dicen,
hay cierto decoro y ciertos temas prohibidos, así que me callo.
Los escritores se la saben todas. La conferencia inaugural de Hebe
Uhart es sencillamente impecable. Con su tono de amable ancianita, da una clase
magistral de escritura. Para jóvenes, dice, porque los escritores se la saben
todas. Habla de cómo escribir, de qué elegir como material. Dice que los
escritores que le ponen buenos nombres a sus personajes le dan buena espina. Se
ríe, nos hace reír. Después la veremos en todos los paneles, con un libro o un
bolsito, levantando la mano para hacer preguntas.
Ludopatía. Un fantasma recorre el festival en esos cuatro días: el
fantasma de Juan José Saer. La ciudad, escenario de algunas de sus grandes
novelas, nos regala una humedad y un calor opresivos, propios de su poética. En
la programación del festival hay una intervención urbana que lleva su nombre,
la proyección de “Cicatrices”, y varias mesas que lo tienen como protagonista. Se
dice que era una buena persona, que amaba más el punto y banca que a la
literatura, que cuando se fue a vivir a París estaba prácticamente en
bancarrota. Un conocido del hijo (Jerónimo Saer, músico) me cuenta que su padre
lo llevó a ver Súperman varias veces al cine. La calle de Glosa es paralela a
la del Hotel España. Voy a recorrerla y me decepciona un poco: no la había
imaginado así. Es en rigor una peatonal, estrecha y llena de negocios. Pero
como son las tres de la tarde, los negocios están todos cerrados.
Tensiones regionales. A pesar de su apego por la siesta, Santa Fe
consta de una tradición y un buen número de escritores que producen y editan.
Me encuentro a Fernando Callero, que lleva adelante la editorial Diatriba, a
Francisco Bitar, que acaba de publicar la novela Tambor de arranque luego de varios libros de poesía. A Analía
Giordano y a Carina Radilov, escritoras casi secretas oriundas de Sunchales. Llegamos
a la conclusión de a Saer que es imposible leerlo después de los veinticinco
años: se vuelve aburrido.¿No es hermosa la literatura, que nos llena de amigos?
Los escritores nos vivimos quejando pero cada tanto me doy cuenta de que vale
la pena.
Stand up. Una de las actividades extra del festival es un recital
poético “en stereo”, a cargo de Diego Arbit y Sagrado Sebakis. “Qué bueno que
te guste Bukowski”, se llama, y es una lectura original y divertida, que no se
preocupa en parecer literaria. Cuando termina le digo a Sebakis que debería
hacer stand up. Pero parece estar blindado para esa observación y se despacha
con una explicación de media hora acerca de porqué no. Dice que los que hacen
buen stand up son, precisamente, los que no hacen stand up, sino otra cosa.
El cronista en blanco. Una de las buenas ideas del festival es
cronicar la ciudad en sus puntos significativos. Para eso se les encarga a seis
de los participantes la escritura de una bitácora del Filba. A Selva Almada y
un servidor nos toca charlar con una de las víctimas de la inundación del 2003.
Fácil, me digo, pero cuando llego al hotel no sé cómo empezar. No es la primera
vez que tengo un bloqueo, pero hay fecha de entrega y todos esos escritores
importantes van a estar sentados en el público. Estoy en calzoncillos, con un
calor infernal y una resistencia infantil a prender el aire, tomando mates y
fumando como loco, y no me sale nada.
Milanesa con papas fritas. Al final algo sale, que de entrada no me
gusta y corregiría cien veces. Leemos en uno de los imponentes y hermosos
centros culturales de la gestión socialista. Después el festival se termina y
sus organizadores suspiran, cansados. Saludo a mis amigos, recibo una pila de
libros de regalo, voy a tomar una cerveza con ellos antes de abordar el
colectivo. Por una serie de contigencias que me tienen como culpable, termino
comiendo en el colectivo, a oscuras, una milanesa con papas fritas. Como no
tengo cubiertos corto la milanesa con las manos y me llevo los pedazos a la
boca.
25 mar 2013
19 mar 2013
12 mar 2013
11 mar 2013
Un año sin amor (publicado en Ciudad X, hace un tiempo)
Chik lit,
según Wikipedia: “género dentro de la novela romántica, que actualmente está en
auge, escrito y dirigido para mujeres jóvenes, especialmente solteras, que
trabajan y están entre los veinte y los treinta años”.
Ejemplos
cinematográficos: El diario de Bridget
Jones y Sex and the city en sus
dos formatos, serie y película. En Argentina, el género tuvo su colección hace
unos años con novelas como Te pido un
taxi, escrita a cuatro manos por Mercedes Halfon y Fernanda Nicolini, o Tenemos que hablar, de Celia Dosio,
ambas publicadas por Sudamericana. En todos los casos se repite el mismo
procedimiento: mujeres al borde de un ataque de nervios sufriendo sinceramente
por amor.
Kiki 2, de Cuqui podría encuadrarse
dentro de esas reglas, pero mostrando su lado más oscuro, más cercano al best
seller Cien cepilladas antes de dormir,
de Melissa Panarello. Después de su lectura, y como con la mayoría de las obras
de Cuqui (autora de más de diez libros, entre poesía y narrativa) surge varias
preguntas: ¿Qué es esto? ¿Una novela? ¿Una performance? ¿Un diario sexual? ¿O
todo eso mezclado y regurgitado?
Si el género reivindica
en algunas de sus formas la superficialidad y el sexo sin compromiso, Kiki 2
plantea todo lo contrario: su protagonista busca amor, busca novio,
busca alguien que no sea sólo un cuerpo. Mientras tanto, los cuerpos desfilan
uno tras otro, se los describe sin piedad: sus medidas, sus formas de hacer el
amor, sus genitales, sus excusas infantiles y su invariable estupidez.
Kiki 2 es la segunda parte de Kiki (2008- Huacala Capirote). En la
primera, la protagonista (y la autora) habían dejado papelitos en Ciudad
Universitaria, invitando a tener sexo, con su número de teléfono. Los mensajes
no tardaron en llegar y los encuentros sexuales fueron variados y descriptos
con lucidez, humor y minuciosidad. Como gran parte de la buena literatura, el
libro pasó desapercibido.
En el comienzo
de esta segunda edición, la protagonista pone un aviso en una página de
escorts: de ahí provienen algunos de sus ejemplares humanos (otros continúan de
la primera parte). A todos se les pone condiciones: deben llevar tres películas
de terror, las relaciones tendrán lugar con ese trasfondo gótico.
Con varios
registros (la voz de la narradora, los mensajes telefónicos y los emails) el
libro da cuenta de esos encuentros durante un lapso de seis meses. A veces son
buenos, la mayoría del tiempo muy malos. En el medio desfilan las obsesiones de
Cuqui: fragmentos de la obra de Jodorowsky, sueños eróticos con Messi, el
tarot, la lectura de la revista Vogue y la omnipresente figura de Madonna, ideal
de potencia humana y artística.
Con
una voz narrativa ágil, inocente e irónica por parte iguales, Kiki 2 muestra el sexo en su dimensión
lúdica y profundamente humana. La protagonista quiere alguien con quien dormir,
pero no un matrimonio o hijos. Los hombres que describe son, en partes iguales
ridículos, egoístas y lujuriosos. Como casi todos: el único que se salva es un
extranjero que la trata con amabilidad.
En
sintonía con la avidez por lo “verdadero” de los realities y la televisión, el
libro no se ocupa en disfrazar de literatura sus anotaciones. No hay golpes de
efecto, recursos tradicionales ni una trama en el viejo sentido de la palabra,
no hay principio ni fin, sino un trozo de vida puesto a consideración. En este
sentido, Kiki 2 reclama un lector
curioso y participativo, que espíe por la cerradura esa habitación donde todo
puede suceder.
8 mar 2013
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