25 abr 2013




Una chica de provincia


A finales del 2012, una novela irrumpió con fuerza en las listas de votaciones de “libro del año”. Se llamaba El viento que arrasa y su autora, pese a tener publicados un libro de cuentos (Una chica de provincia), uno de poemas (Mal de muñecas) y una nouvelle (Niños), era joven y casi desconocida. Pronto llovieron los elogios desde los suplementos culturales e incluso desde la voz autorizada y legitimante de Beatriz Sarlo.
Nacida en 1973, en Entre Ríos (actualmente vive en Buenos Aires) Selva Almada se formó en el mítico taller de Laiseca, al que aún acude para leer su producción. Dice sobre la experiencia: “No es un taller convencional, Laiseca nunca te va a marcar una cuestión de puntuación, es como muy libre en un sentido. Aprendés de él a través de lo que charlás, de sus lecturas y de su experiencia de vida más que cómo formatear un cuento o cómo hacer una descripción. En ese sentido es un poco mitológico. Su gran acierto es que te alienta a encontrar tu propia voz. Yo misma soy docente y a veces me tengo que contener para no llevarlos a lo que me gusta leer a mí”.
Narrada en un lenguaje sencillo, claro y económico, El viento que arrasa cuenta una historia mínima, con cuatro personajes y lo que en la preceptiva se llamaría unidad de tiempo y lugar: un pastor y su hija, un mecánico y su hijo adoptado, un auto descompuesto. Alrededor, el paisaje deprimente y hostil del desierto chaqueño, casi un personaje más en la historia. 
“Conozco el Chaco de haber ido varias veces”, dice Almada. “Me pasaba que salía de Entre Ríos que es como un vergel y me iba a meter en el norte santafesino y sur del Chaco, que es desértico y llano. Me parecía un paisaje hostil, yo lo rechazaba y él me rechazaba a mí. Entonces planteé esa dicotomía entre el paisaje chaqueño y el entreriano, la infancia del pastor transcurre en Entre Ríos y está llena de ríos y árboles, es donde tiene lugar su bautismo”.
Uno de los aciertos en el libro es el uso de los diálogos, que suenan creíbles sin ser costumbristas, algo poco visto en la narrativa contemporánea. “En los relatos anteriores le escapaba siempre al diálogo porque me parecía que cada vez que lo usaba quedaba impostado. Y en cambio acá la novela de hecho arranca con un diálogo, y ahí me di cuenta de que funcionaban, me parecían verosímiles. Por ahí no soy muy observadora pero sí tengo mucho oído para captar cosas que pasan, o frases, o giros, que me gustan, me interesan, me parecen pintorescos”.
El otro acierto es la prosa: cuidada, económica, profundamente sensorial, recuerda un poco a la de ciertos narradores de los setenta como Haroldo Conti o Moyano, y menos a los desvíos y las disgresiones que suelen caracterizarse como “escritura femenina”. La de Almada es, en este sentido, una escritura masculina, útil y transparente, que parece dejar hablar a los personajes por sí mísmos sin la molesta intervención del autor, y con un concepto de la sugerencia que recuerda a la teoría del iceberg de Hemingway.
“Ya me han dicho que mi escritura no es típicamente femenina”, dice la autora. “Igual las escritoras que me gustan no trabajan con ese tono. No me interesan las historias domésticas con dramas o románticas. Me gustan las historias que avanzan. Y me da más curiosidad el mundo de los hombres que el de las mujeres. Eso se nota en la novela, donde las madres están ausentes.  Lo que no quiere decir que en mis cuentos no aparezcan mujeres, pero no son mujeres comunes nunca, son quizás más masculinas. Por ahí es la mirada que yo tengo sobre las cosas, sobre el mundo”.

El viento que arrasa es una novela moral, en el sentido que le da a esa palabra la larga tradición de escritores del profundo sur norteamericano. Como en Pedro Páramo de Rulfo, sus personajes viven en un infierno en la tierra, una zona despoblada y pobre, y esto parece ser el resultado de sus propias acciones pecaminosas. En todos hay una pérdida, un recuerdo doloroso que puede resumirse en una imagen, una fotografía.
“En ese tiempo había empezado a leer a Flannery O` Connor y Carson Mccullers”, dice Almada. “De Faulkner leí Mientras agonizo, y no mucho más, algunos cuentos sueltos, y creo que lo que hay suyo en la novela está más pasado por el río de Onetti. Elegí la figura del pastor porque necesitaba la excusa de alguien que viajara, y los viajantes de comercio ya casi no existen y son un lugar muy transitado. Y como yo voy mucho al Chaco me habían llamado la atención la cantidad de cultos evangélicos”.
La acción cuenta en simultáneo la vida de esos cuatro personajes, la espera para que le arreglen el auto al pastor, que debe seguir viaje, los flashbacks que permiten entender su historia y los sermones del pastor. Y todo se encamina hacia un final digno de una buena película argentina. Porque El viento que arrasa es también una “novela cinematográfica”, como dice la contratapa, casi servida para su adaptación. “Hay una propuesta bastante firme de un productor”, adelanta Almada, “que ya casi está cerrada. Hubo un par de directores puntuales, pero nos conveció esa. En ese momento incluso me planteé si era necesario llevar el libro al cine, sino era mejor dejarlo como estaba. Después pensé que bueno, la película nunca va a ser el libro, va a ser la obra del director o el guionista, no mía”.
Uno de los temas centrales de la novela son los vínculos familiares, cuyas rupturas marcan la vida de los personajes. Almada es contundente al respecto: “La familia, como institución, la familia convencional, me parece algo que necesito poner en crisis todo el tiempo”, dice. “Yo vengo de una familia disfuncional, entonces cuando veo papá, mamá, la nena, el nene, y son todos felices no les creo. Siempre estoy poniendo en cuestión la familia, con todo lo que gira alrededor. La familia es el lugar de protección, mentira, las peores cosas se suceden muchas veces ahí adentro. La idea de que la sangre tira también me parece un discurso vacío. O la idea de que por que sos familia te tengo que defender a capa y espada aunque te hayas mandado una cagada terrible. Esa cosa argentina de que lo primero es la familia es una idea que me da escozor. Por eso en mis historias las familias nunca están completas, siempre les falta una parte”.
En breve, siempre por Mardulce editora, aparecerá Ladrilleros, su segunda novela, “un poco más larga y más disgresiva”. Luego de la primera, la expectativa es grande y a la autora confiesa darle “un poco de vértigo”. Además, afirma seguir eligiendo un proyecto mediano como ese antes que los grandes grupos editoriales. “Me siento más cómoda con ellos. Me gusta la editorial, me gusta el catálogo que están armando. Trabajo muy bien con Damian (Tabarovsky). Me acompañaron mucho en todo el proceso del libro, ellos se ocuparon de la prensa, de llevarlo a una distribuidora. Yo puedo opinar sobre las tapas, cosa que no es habitual en el medio. Es una idea quizás un poco romántica de la vieja relación del editor con el autor, que lo acompaña durante toda su obra y toda su vida. Tampoco me voy a cambiar de editorial para ganar plata”.


(Publicado hoy en Ciudad X)


22 abr 2013


Naturaleza humana

1. La contratapa del libro dice que su autor: “capta el momento en el que esas vidas logran un estatuto religioso”, y sigue en un razonamiento impecable. Lo abro, recostado en una hamaca paraguaya. Su autor me cae bien, nos conocimos en Rosario hace casi tres años, pertenece a una extirpe literaria de cordobeses sentimentales y resentidos que me gusta. Sin tonada. Sin humor cordobés. Como Carlos Godoy, el autor del poema de mi generación (La escolástica peronista ilustrada, pronto a reeditarse). Cierro el libro horas después, ya leídos todos sus cuentos. La concha de tu madre, Luciano. Cuentos cortos como leña cortada y fresca en la mañana nórdica: quiero estar arriba de un caballo o de un tractor y ser útil al país agrario mientras alguien escribe así. En cambio, en ocio, hago el fuego, trozo el pollo y sigo pensando en el libro, en sus cuentos. Tendría que llamar a Luciano y gritarle en medio de la euforia del vino que su libro me deslumbró y me elevó cien metros, por las nubes. 2. Estoy hablando de El asesino de chanchos del narrador y poeta cordobés Luciano Lamberti (en una bellísima edición de Tamarisco, de 2010). Libro de obsesiones que me gustan: la madre, el hermano varón, el tiempo con amigos, el trabajo como soledad, el extrañamiento paterno, ah, y los animales… los que hay que matar, los que hay que cuidar. Cuentos de trabajo y familia, entre urbe y natura de una Córdoba –aceptemos el adjetivo esta vez- “profunda”. Orden sin progreso. 3. En Buenos Aires acaba de pasar la semana de estrellato del joven Fariña y el descubrimiento vidrioso de la ruta del dinero negro. Escucho repeticiones por todos lados. Pero me obsesiona una frase: “un millón de dólares pesa 1 kilo 100”, dice Fariña, y se me ocurre que eso lo podría haber escrito también Lamberti, porque ese es su punto de vista: el peso, el calcio de las cosas. La materia anterior al símbolo: esa oscuridad primaria. Argentina año 13: sin posibilidad de pasar sus pesos a dólar los nativos ahora se preguntan cuánto pesan los dólares. Y cuánto pesa en verdad un millón de dólares (“¡mucho más que un kilo cien!”) discuten en la mañana de Víctor Hugo. ¿La nueva guerra de clases altas será la superación de lucha de clases (medias) de los años kirchneristas? Tan lejos, Lamberti, habla de lugares sin clases porque no tienen clase los que esperan el derrame keynesiano, los que no piden aumentos, los fumigadores de plagas, los escritores vagos, los que rezan por un golpe de suerte. Prosa del tiempo: y si es hora de hablar de dinero, es hora de hablar de enriquecimientos lícitos e ilícitos. La economía es una hoja de ruta de aventureros: Lamberti escribe como un dios caído del paraíso cultural, sin ciudad ni conurbano, urbe sin centro. 4. Me llevé el libro al Tigre porque creí completar su ideal estético en la cabaña de madera que alquilo en el río Carapachay para disfrutar de la familia, el asado, las bondades de la tierra: mierda que no, Lamberti dice que lo que hay que domesticar es la naturaleza humana. Y los animales son criaturas breves y fugaces, salidos para la soledad o para hacer algún acuerdo afectivo, muscular, o una tiranía horrible. En definitiva: el juego asesino de la representación en medio del desierto. 5. El asesino de chanchos es un libro perfecto que individualiza una voz que aparenta ser la constelación de los puntos de un naufragio generacional (chicos de pueblo sin destino, escritores o estudiantes de carreras perdidas, oficios viejos, sexo sin amor, y así) y deviene en disparos a direcciones distintas que no se reencuentran. La poesía sería el arte de unir esa dispersión con los hilos de baba invisible: pero el narrador asume con mucha más fuerza su decisión de abandonar. De contar la pérdida. 6. Lamberti escribe sobre los restos provinciales y barriales del Estado de bienestar y en la resaca afectiva que dejó la recesión: cuando tener un trabajo no es tener dignidad, apenas un don secularizado.7. “El verano brillando y los árboles y las piedras brillando y todas las cosas dentro tuyo, sin brillar”, dice en el extraordinario cuento “Febrero”. 8. ¡Lamberti es la voz del interior!

9 abr 2013

(Durante el Filba, nos encargaron a diferentes escritores la escritura de una bitácora sobre algún aspecto de la ciudad de Santa Fe. Selva Almada y yo escribimos sobre la inundación santafesina del 2003. Acá va la mía).

Bitácora del Filba


Yo hubiera querido andar en canoa por el río. Hubiera querido comer pescado en la costa, directamente con las manos, mirando el río que pasa. Pero en cambio me mandan, junto a Selva Almada, a ver la inundación. No sabemos mucho más que eso, que vamos a ir al oeste, a la zona más afectada. Otros comerán pescado o reirán bajo la sombra de los árboles en hermosos parques autóctonos, nosotros vamos a cronicar el apocalipsis.
Cecilia me cuenta durante el almuerzo que el poeta Roberto Malatesta fue una de las víctimas.  Que se tuvo que subir con la heladera y la cama al techo de su casa, y defender sus pertenencias a fuerza de cuchillo, porque había saqueadores que se aprovechaban del caos general.
Yo imagino un mundo de gente subida a los techos y armada para defenderse de los zombies, un poco como una canción de El mató. Niños en canoa, casas inundadas.   
Pero nada de eso está a la vista.
Las aguas bajaron, la gente arregló sus casas, ayudada por la ridícula indemización del gobierno de Reutteman, lo que estaba tumbado volvió a levantarse. Yo, que soy cordobés, no me acuerdo de nada, o de casi nada. Vagas imágenes de la televisión en esa época, ver las aguas arrasando los barrios y preocuparme y cambiar de canal.
Vamos al terraplén de la circunvalación oeste. El que maneja el auto es Mariano Pagés, un escritor que tuve el placer de conocer en este viaje, y que cumplía años el día de la inundación. Se acuerda de un libro flotando en el agua. Se acuerda de que su mujer perdió un piano. También de que Fernando Callero fue a visitarlo y se encontró con que en la calle había un río, y se volvió deprimido a su casa.
Nuestro guía es Cacho Sanagustín, cuyo apellido, como nos aclara él mísmo, se pronuncia igual que el santo pero se escribe todo junto, “sanagustín”. Sanagustín no se olvida de nada, para él la injusticia todavía quema, puede hablarnos horas enteras de detalles técnicos, medidas de terraplenes de defensa  y cotas y bolsas de arena, como si fuera un ingeniero hidráulico, pero también de eventos precisos de ese día y de los entretelones políticos, conectados unos con otros como en un gran plan.
Sanagustín nos muestra terraplenes, que son montañas cubiertas de yuyos, y después seguimos viendo más terraplenes, y más allá otros terraplenes. Porque lo importante no es lo que vemos (terraplenes y más terraplenes) sino lo que nos cuenta. Sanagustín habla con un tono de profesor de colegio técnico, y sabe prácticamente de todo.
También es electricista, lector de libros políticos, dueño de un metro noventa y siete de estatura. En su casa, que comparte con su madre y una de sus hermanas, nos señala una pared, por encima de su cabeza, y nos dice que hasta ahí llegó el agua. Después tuvieron que empezar de cero.
Nos pasamos fotos: una pieza inundada, una cocina inundada, un taller de electricidad inundado. Al retirarse, el agua dejó cinco centímetros de una sustancia pegajosa, compuesta de desagues cloacales y los residuos tóxicos de los talleres que rodeaban el barrio. La cocina es cálida, el patio delantero está lleno de plantas alimentadas por la humedad santafesina. En una estantería hay dos pequeñas estatuas, un buda sonriente y una foca, también sonriente.  
Sanagustín corrió con sus propias largas piernas junto a una turba iracunda a Carlos Reutemman, cuando las papas se pusieron calientes.
La inundación es para él una constelación de signos paranoica y pynchoniana que sólo puede arrojar una conclusión, o mejor dicho dos. O los políticos implicados (a saber: Reutemann, Gualtieri, Rosatti, Pennisi y un tal Lamberto que espero que no tenga nada que ver conmigo) son pelotudos, o son hijos de puta, aunque también cabe la posibilidad de que sean ambas cosas.
La tesis de Sanagustín es que la tragedia podría haberse evitado con muy poco, si los funcionarios correspondientes, muchos de los cuales eran ingenieros hidráulicos, hubieran hecho medianamente bien su trabajo. Pero una red de relaciones políticas inéditas dejó libres a la mayoría de los responsables.
Sanagustín espera y reclama justicia. Está harto de marchar todos los martes sin obtener resultados. ¿Ya mencioné que era poeta? Una de sus estrofas dice: “Reuteman desnudo es Macri/ Macriu desnudo es Del Sel, / Del Sel se viste de Lole, / Lole es el novio de Mercier”.   
Estamos al rayo del sol, en la plaza al frente de la casa de gobierno. Miramos unas cruces de madera, que recuerdan a las víctimas fatales. Es el final de nuestro recorrido. El sol está bravo, como dice Selva Almada, y nos da directamente en la cara. Unas horas antes, en el auto, y con envidiables dotes de narrador oral,  San Agustín nos había dicho: A partir de ahora las cosas van a ponerse feas, si alguno quiere bajarse puede hacerlo.
Pero las cosas feas no estaban afuera sino en su memoria y sus anécdotas aterradoras, como la de la mujer a la que la corriente le arrebató un bebé de los brazos o los campesinos que vieron pasar algo arrastrado por el río y dudaron sobre si era un cuerpo humano o el cuerpo de un chancho muerto. 

8 abr 2013

Recordatorio, y no jodo más: mañana arranca el taller, a las 18, en el Mumu. No te enseña a escribir, te enseña a mirar.