4 jun 2013

El futuro llegó hace rato


                En su genial Mientras escribo, Stephen King cuenta que muchas de sus obras provienen de una pregunta en condicional: ¿Y si...? Salem`s Lot, por ejemplo, traducido al español como La hora del vampiro, proviene de la pregunta ¿Y si unos vampiros invadieran un pueblito de Nueva Inglaterra? Lo mismo se le puede adjudicar a muchas de sus obras: provienen de una posibilidad, que termina siendo la columna vertebral de la novela.
                En Los cuerpos del verano, la primera novela de Martín Felipe Castagnet, galardonada con un Premio la Joven Literatura organizado en Francia, el método es el mismo. ¿Y si los muertos pudieran volver con otro cuerpo?, es la pregunta que conforma su columna vertebral, y a la vez la punta del ovillo para desenrollar la trama.
                La misma, por otro lado, es simple: un hombre llamado Rama vuelve a existir en el cuerpo de una mujer. Vuelve después de muchos años, con sus hijos y nietos ya viejos, y algunas cuentas pendientes de su vida anterior. Esto le permite al narrador desarrollar gradualmente un mundo, un universo propio y distópico que –como toda la ciencia ficción contemporánea- algo le debe a James Ballard y a Kurt Vonnegut y al Dios Tutelar Pilliph K. Dick, sin ceñirse estrechamente a ninguno de ellos, porque es una novela con estilo propio. Además, logra lo que pocos autores del género: que su ficción suene “argentina”, sin la necesidad de que sus personajes escuchen tangos o tomen mates o se engullan un bife de chorizo.
                Asistimos al monólogo cansado y escéptico del protagonista, que tiene que aprender a vivir con “un cuerpo gordo de mujer que nadie más quiere”, arrastrando una batería consigo para lograr la subsistencia. El lenguaje de la novela es claro y no incurre en la literatura: es decir, en la artificiosidad, en la “belleza” deliberada.     
Como toda excelente novela de ciencia ficción, Los cuerpos del verano trasciende la cuestión científica para preocuparse por dilemas relacionados a cuestiones más centrales, incluso (¿puedo usar esta palabra?) universales.
                En este sentido, el epígrafe de Stephen Hawking (“No hay cielo ni vida después de la muerte para las computadoras obsoletas; ese es un cuento de hadas para la gente que le teme a la oscuridad”) resume muy bien una de las preocupaciones centrales de la novela: la preocupación por la identidad. ¿Somos nuestro cuerpo? ¿Puede equipararse el cuerpo a una máquina? ¿Qué es eso que queda “flotando” en la web luego de la muerte? ¿Se encuentran la consciencia o la mente en algún lugar determinado de nuestro cuerpo?
                Pero el tema no se acota allí. La novela de Castagnet desenreda su ovillo en muchas direcciones. Doy tres ejemplos: el protagonista es más joven que su hijo Teo, que está arruinado por la ancianidad y a la manera de ciertos personajes de Beckett es pura voz defectuosa. Hay traficantes de órganos en las villas miseria capaces de vender un riñón a precio módico. Existen los “miembros fantasmas”, en el caso del protagonista un literal miembro viril que se despierta erecto (pero que no está más ahí).
                Como se ve, la novela mira al futuro con un ojo en el presente. Lo cierto es que vivimos en el futuro, que si bien dista mucho de las representaciones robóticas de los años 50, no por eso deja de ser aterrador. Es posible leer la novela como una gran metáfora de la web, de nuestras identidades que “flotan” en el hiperespacio, incluso de la figura del fake: la identidad falsa, el usurpador de identidad.
Hace poco se dio a conocer Avatar 2045, un proyecto para trasladar la consciencia humana primero a robots y después a hologramas capaces de vivir para siempre. Las viejas concepciones de cuerpo, de identidad e incluso de religión podrían ser subvertidas. Sus mentores planean incluso formar un partido político: Revolución 2045. Lo que plantea Los cuerpos del verano no es el futuro: es el aquí y ahora.


1 comentario:

José A. García dijo...

Pero si nos convertimos en hologramas no habría posibilidad de generar nuevas experiencias. Un holograma es un haz de luz y como tal no puede tocar las cosas, sino simular que lo hacemos, es decir, no podríamos, por ejemplo, acariciar una rosa, sentarnos sobre una piedra o hacer el amor. La luz no tiene ninguna de esa capacidad. Además de que depende de una superficie sobre la cual reflectarse.

Sería inmortal una imagen de nosotros, pero no nosotros...

Saludos

J.