Carta al padre
La muerte del padre es uno de esos temas que
generan una emoción casi obligatoria en el lector. No sólo por la existencia de
una tradición alrededor de este tópico (uno de los mejores exponentes es la
novelaLa invención de la soledad, de
Paul Auter) sino porque nos iguala en la comprensión de esas tragedias íntimas
y sencillas en relación con nuestros propios padres. Su figura tiene algo
atávico, mítico.
De esa pequeña tragedia da cuenta Mi libro enterrado, primera novela de
Mauro Libertella publicada por editorial Mansalva. Con la diferencia de que
aquí el padre no es un padre cualquiera sino también un escritor, uno de “los
raros” herméticos de la literatura argentina, y su muerte se convierte, además,
en un legado literario. El padre que le entrega la posta al hijo para que
continúe su obra, el hijo que transforma una obra difícil en una novela
sencilla, clara y honesta, que no disfraza ninguna emoción con literatura.
Tampoco es cualquier agonía la que
recorremos junto al libro: es una agonía dramática, de alguien que se propone
firmemente la autodestrucción alcohólica y no ceja en su empeño. “Es lo que yo
llamo el derrumbe”, dice el narrador, tratando de encontrar forma en ese largo
suicidio, esa dejadez en la que el padre se interna suave y prolongadamente
para morir, signo de una perimida tradición beatnick que el hijo desprecia: la
borrachera “simpática” de aquellos años locos.
La enfermedad revierte las
relaciones: convierte al padre en el hijo desválido, al hijo en el padre sobre
el que pesa la gravitación de la muerte. Si La
carta al padre de Kafka consistía en un brillante y minucioso reproche, y
lo mismo la novela de Auster, en ésta no hay nada más que amor y ternura por el
padre que se va.
Pero la paternidad aquí no lo es
sólo por una contingencia biológica: también es paternidad literaria. A su
cargo queda la iniación del narrador en ese aspecto, a quien a los diez años le
lee el cuento “Los dos reyes y los dos laberintos”, de Borges. Hay algo de
fatalidad en esa escena: la del hijo que recibe la “condena” literaria; la del
padre que entrega su amor como el objeto más preciado. Inútil la resistencia a
continuar un camino preestablecido, la literatura terminará buscando al hijo y
siendo parte de su vida. Como también el instrumento con el que el hijo
pretende analizar la muerte de su padre, su vocación literaria, la relación que
los unía. En este sentido, el apellido es una carga que el hijo lleva como
ajena: cada vez que le dicen Libertella piensa en el otro, como si se hubieran
equivocado de persona.
Primer profesor de literatura, el
padre es también el primer crítico, al que hijo somete en sus textos más
jóvenes. La edad del padre al publicar (23 años) corre al hijo como un monstruo
en un pasillo: a la edad en que el padre estaba ganando su primer concurso, el
hijo está escribiendo su primer relato, que paradójicamente tiene a la muerte
del padre como protagonista.
Mi
libro enterrado es una novela íntima, casi una carta que leemos sobre el
hombro. También una narración plagada de hermosas imágenes que se graban a
fuego en la memoria. Hay una especial, por su gracia y su sensibilidad: el hijo
visita al padre en su departamento de escritor, y el padre le prepara para dormir una cama hecha de hojas
abolladas, los restos diurnos de su trabajo corrección. En esa imagen se cifra
la delicada belleza de esta primera novela.
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