11 jul 2013



Carta al padre


La muerte del padre es uno de esos temas que generan una emoción casi obligatoria en el lector. No sólo por la existencia de una tradición alrededor de este tópico (uno de los mejores exponentes es la novelaLa invención de la soledad, de Paul Auter) sino porque nos iguala en la comprensión de esas tragedias íntimas y sencillas en relación con nuestros propios padres. Su figura tiene algo atávico, mítico.
            De esa pequeña tragedia da cuenta Mi libro enterrado, primera novela de Mauro Libertella publicada por editorial Mansalva. Con la diferencia de que aquí el padre no es un padre cualquiera sino también un escritor, uno de “los raros” herméticos de la literatura argentina, y su muerte se convierte, además, en un legado literario. El padre que le entrega la posta al hijo para que continúe su obra, el hijo que transforma una obra difícil en una novela sencilla, clara y honesta, que no disfraza ninguna emoción con literatura.
            Tampoco es cualquier agonía la que recorremos junto al libro: es una agonía dramática, de alguien que se propone firmemente la autodestrucción alcohólica y no ceja en su empeño. “Es lo que yo llamo el derrumbe”, dice el narrador, tratando de encontrar forma en ese largo suicidio, esa dejadez en la que el padre se interna suave y prolongadamente para morir, signo de una perimida tradición beatnick que el hijo desprecia: la borrachera “simpática” de aquellos años locos.
            La enfermedad revierte las relaciones: convierte al padre en el hijo desválido, al hijo en el padre sobre el que pesa la gravitación de la muerte. Si La carta al padre de Kafka consistía en un brillante y minucioso reproche, y lo mismo la novela de Auster, en ésta no hay nada más que amor y ternura por el padre que se va.
            Pero la paternidad aquí no lo es sólo por una contingencia biológica: también es paternidad literaria. A su cargo queda la iniación del narrador en ese aspecto, a quien a los diez años le lee el cuento “Los dos reyes y los dos laberintos”, de Borges. Hay algo de fatalidad en esa escena: la del hijo que recibe la “condena” literaria; la del padre que entrega su amor como el objeto más preciado. Inútil la resistencia a continuar un camino preestablecido, la literatura terminará buscando al hijo y siendo parte de su vida. Como también el instrumento con el que el hijo pretende analizar la muerte de su padre, su vocación literaria, la relación que los unía. En este sentido, el apellido es una carga que el hijo lleva como ajena: cada vez que le dicen Libertella piensa en el otro, como si se hubieran equivocado de persona.
            Primer profesor de literatura, el padre es también el primer crítico, al que hijo somete en sus textos más jóvenes. La edad del padre al publicar (23 años) corre al hijo como un monstruo en un pasillo: a la edad en que el padre estaba ganando su primer concurso, el hijo está escribiendo su primer relato, que paradójicamente tiene a la muerte del padre como protagonista.
            Mi libro enterrado es una novela íntima, casi una carta que leemos sobre el hombro. También una narración plagada de hermosas imágenes que se graban a fuego en la memoria. Hay una especial, por su gracia y su sensibilidad: el hijo visita al padre en su departamento de escritor, y el padre le prepara para dormir una cama hecha de hojas abolladas, los restos diurnos de su trabajo corrección. En esa imagen se cifra la delicada belleza de esta primera novela.


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