(Durante el Filba, nos encargaron a diferentes escritores la escritura de una bitácora sobre algún aspecto de la ciudad de Santa Fe. Selva Almada y yo escribimos sobre la inundación santafesina del 2003. Acá va la mía).
Bitácora del Filba
Yo hubiera
querido andar en canoa por el río. Hubiera querido comer pescado en la costa,
directamente con las manos, mirando el río que pasa. Pero en cambio me mandan, junto
a Selva Almada, a ver la inundación. No sabemos mucho más que eso, que vamos a
ir al oeste, a la zona más afectada. Otros comerán pescado o reirán bajo la
sombra de los árboles en hermosos parques autóctonos, nosotros vamos a cronicar
el apocalipsis.
Cecilia me
cuenta durante el almuerzo que el poeta Roberto Malatesta fue una de las
víctimas. Que se tuvo que subir con la
heladera y la cama al techo de su casa, y defender sus pertenencias a fuerza de
cuchillo, porque había saqueadores que se aprovechaban del caos general.
Yo imagino un
mundo de gente subida a los techos y armada para defenderse de los zombies, un
poco como una canción de El mató. Niños en canoa, casas inundadas.
Pero nada de
eso está a la vista.
Las aguas
bajaron, la gente arregló sus casas, ayudada por la ridícula indemización del
gobierno de Reutteman, lo que estaba tumbado volvió a levantarse. Yo, que soy
cordobés, no me acuerdo de nada, o de casi nada. Vagas imágenes de la
televisión en esa época, ver las aguas arrasando los barrios y preocuparme y
cambiar de canal.
Vamos al
terraplén de la circunvalación oeste. El que maneja el auto es Mariano Pagés,
un escritor que tuve el placer de conocer en este viaje, y que cumplía años el
día de la inundación. Se acuerda de un libro flotando en el agua. Se acuerda de
que su mujer perdió un piano. También de que Fernando Callero fue a visitarlo y
se encontró con que en la calle había un río, y se volvió deprimido a su casa.
Nuestro guía
es Cacho Sanagustín, cuyo apellido, como nos aclara él mísmo, se pronuncia
igual que el santo pero se escribe todo junto, “sanagustín”. Sanagustín no se
olvida de nada, para él la injusticia todavía quema, puede hablarnos horas
enteras de detalles técnicos, medidas de terraplenes de defensa y cotas y bolsas de arena, como si fuera un
ingeniero hidráulico, pero también de eventos precisos de ese día y de los
entretelones políticos, conectados unos con otros como en un gran plan.
Sanagustín nos
muestra terraplenes, que son montañas cubiertas de yuyos, y después seguimos
viendo más terraplenes, y más allá otros terraplenes. Porque lo importante no
es lo que vemos (terraplenes y más terraplenes) sino lo que nos cuenta.
Sanagustín habla con un tono de profesor de colegio técnico, y sabe
prácticamente de todo.
También es
electricista, lector de libros políticos, dueño de un metro noventa y siete de
estatura. En su casa, que comparte con su madre y una de sus hermanas, nos
señala una pared, por encima de su cabeza, y nos dice que hasta ahí llegó el
agua. Después tuvieron que empezar de cero.
Nos pasamos
fotos: una pieza inundada, una cocina inundada, un taller de electricidad
inundado. Al retirarse, el agua dejó cinco centímetros de una sustancia
pegajosa, compuesta de desagues cloacales y los residuos tóxicos de los
talleres que rodeaban el barrio. La cocina es cálida, el patio delantero está lleno
de plantas alimentadas por la humedad santafesina. En una estantería hay dos
pequeñas estatuas, un buda sonriente y una foca, también sonriente.
Sanagustín
corrió con sus propias largas piernas junto a una turba iracunda a Carlos Reutemman,
cuando las papas se pusieron calientes.
La inundación
es para él una constelación de signos paranoica y pynchoniana que sólo puede
arrojar una conclusión, o mejor dicho dos. O los políticos implicados (a saber:
Reutemann, Gualtieri, Rosatti, Pennisi y un tal Lamberto que espero que no
tenga nada que ver conmigo) son pelotudos, o son hijos de puta, aunque también
cabe la posibilidad de que sean ambas cosas.
La tesis de
Sanagustín es que la tragedia podría haberse evitado con muy poco, si los
funcionarios correspondientes, muchos de los cuales eran ingenieros
hidráulicos, hubieran hecho medianamente bien su trabajo. Pero una red de
relaciones políticas inéditas dejó libres a la mayoría de los responsables.
Sanagustín
espera y reclama justicia. Está harto de marchar todos los martes sin obtener
resultados. ¿Ya mencioné que era poeta? Una de sus estrofas dice: “Reuteman
desnudo es Macri/ Macriu desnudo es Del Sel, / Del Sel se viste de Lole, / Lole
es el novio de Mercier”.
Estamos al
rayo del sol, en la plaza al frente de la casa de gobierno. Miramos unas cruces
de madera, que recuerdan a las víctimas fatales. Es el final de nuestro recorrido.
El sol está bravo, como dice Selva Almada, y nos da directamente en la cara.
Unas horas antes, en el auto, y con envidiables dotes de narrador oral, San Agustín nos había dicho: A partir de
ahora las cosas van a ponerse feas, si alguno quiere bajarse puede hacerlo.
Pero las cosas
feas no estaban afuera sino en su memoria y sus anécdotas aterradoras, como la
de la mujer a la que la corriente le arrebató un bebé de los brazos o los
campesinos que vieron pasar algo arrastrado por el río y dudaron sobre si era
un cuerpo humano o el cuerpo de un chancho muerto.
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