Duérme, gato, en la copa del árbol (Publicado hoy en Ciudad X)
La regla número seis de los ocho puntos de Kurt Vonnegut para escribir
ficción dice:
“Sé sádico. No importa cuán dulces e inocentes sean tus protagonistas,
haz que les pasen cosas horribles (para que el lector compruebe de qué madera
están hechos)”.
La obra de Vonnegut es un claro ejemplo de esa regla. Sus personajes, a
la manera de Job, deben atravesar el infierno para aprender algo sobre sí
mísmos. Hay un video en youtube donde lo explica didácticamente a un público
invisible. “La forma de las historias”, se titula, y consiste en un gráfico con
dos extremos, en el superior está la buena fortuna y en el inferior la mala: el
personaje parte de un punto medio, desciende en una peligrosa curva y vuelve a
subir. The end.
El chiste de esa simplificación no deja de ser una gran verdad, por lo
menos en sus novelas. Billy Pilgrim y el bombardeo de Dresde, Winston Niles
Rumfoord y una deformación del espacio donde están todos los espacios y tiempos
posibles, Deadeye Dick y la culpa, el periodista narrador de Cuna de Gato y un país bolivariano y
delirante. Todos atraviesan el infierno y salen golpeados y sabios.
La vida de Vonnegut es también un ejemplo de esa regla. Hijo de padres
alemanes, nace en 1922, en Indiana. En 1945 se alista en el ejército, y poco
antes de partir a la Segunda Guerra su madre se suicida con una sobredosis de
somníferos. En el campo de batalla pierde a su batallón y vaga días enteros en
soledad. Poco después es apresado por alemanes y vive en carne propia el
bombardeo de Dresde, uno de los más grandes y destructivos de la historia. Los
alemanes lo obligan a trabajar en uno de los sótanos destinados a empaquetar
carne. El nombre del sótano es el mismo de uno de sus mejores libros (también
uno de los más vendidos): Matadero Cinco. Muere en el 2007, en un accidente
doméstico y de un modo tan ridículo que me imagino debe haberle causado gracia
en su propio viaje al infierno de los humoristas.
Kurt Vonnegut era un gran humorista, pero con el filo suficiente para
mantenerse lejos de la corrección política. ¿Qué más era? ¿Un escritor realista
capaz de leer el espíritu cetáceo de los Estados Unidos? ¿Un hippie de la
contracultura de los 60? ¿Un escritor político? ¿Un autor de ciencia ficción? Las
categorías caen por la singuralidad de su obra, que se mueve con soltura en
distintos registros y géneros sin apegarse a ninguno. Vonnegut es todo eso y
más, el mejor ejemplo de que las formas deben estar al servicio del escritor.
Su estilo es inimitable (pero imitado muchas veces), de escenas cortas y contundentes, periodístico
y profundamente literario, económico y explosivo, ligero como un pajarito y
denso como una piedra.
¿Qué más? Vonnegut es, a esta altura,
una figura más en el extenso panteón del pop norteamericano. Un pacifista, un
librepensador, un comentarista irónico de los densos modos de vida de su país,
un caricaturista, un loco, un visionario. Matadero
Cinco no fue sólo un bestseller sino un libro fetiche que según las
leyendas estaba en el bolsillo de los soldados de Vietnam, junto a una edición
de El Guardián entre el Centeno, de
Salinger.
A Vonnegut se lo comparó con muchos,
pero quizás el escritor que más se le parezca sea Jonathan Swift. En Una modesta proposición, publicada en
Dublín en 1729, Swift sugería comerse a los chicos pobres como forma de
solucionar el problema del hambre en Irlanda: algo que bien se le puede haber
ocurrido a uno de los personajes estrafalarios, dementes, terribles y
espontáneos que pueblan las páginas de los libros de Vonnegut. Como Roland
Weary, el gordito aficionado a la tortura de Matadero 5, o el Felix Hoenikker de Cuna de gato, padre ficticio de la bomba de Hiroshima.
Cuna
de gato es una de sus mejores novelas, y acaba de ser editada por La Bestia
Equilátera, que en el 2013 planea sacar Desayuno
de Campeones. La tapa es amarilla y tiene un dibujo de Liniers donde al
viejo Kurt le sale un hongo atómico de la cabeza. La excelente traducción está
a cargo de Carlos Gardini, uno de los contados escritores de ciencia ficción
argentinos que también tradujo a Ballard y Asimov.
La novela arranca con un guiño a Moby
Dick y a la biblia (“Pueden ustedes llamarme Jonás”) y termina con un
posible fin del mundo y una declaración casi programática: “Si fuera más joven,
escribiría una historia de la estupidez humana”.
En su interior conviven una trama principal y decenas de tramas
secundarios, con personajes que asoman la cabeza y dicen algo siempre revelador
y vuelven a desaparecer. Como en todos sus libros, Vonnegut es un boxeador
paciente que golpea con insistencia los mismos lugares una y otra vez hasta que
ve asomar sangre.
Jonás, o Jhon, el protagonista, escribe un libro llamado El día en que terminó el mundo, sobre
qué estaban haciendo ciertas personas el día en que estalló la bomba de
Hiroshima. Para esto contacta a Newt Hoenikker, hijo de Félix, el científico
que diseñó la bomba. El itineario lo lleva entre otras cosas a: 1. Viajar a San
Lorenzo, republiqueta sudamericana gobernada por un presidente déspota de
nombre “Papá”; 2. Conocer y convertirse al bokonismo, religión telúrica mezcla
de budismo y de hinduísmo y de muchas cosas más que adora “solamente al
hombre”. 3. Ser nombrado presidente de la republiqueta sudamericana.
Buena fortuna, mala fortuna. De eso parece tratarse todo, todo el tiempo.
Dos disciplinas combaten abiertamente
en la novela: ciencia y religión. O parecen combatir, porque en realidad son
caras de una misma moneda que no tiene caras: la ilusión del hombre por su
propia seguridad.
Hoenikker, el poco faústico representante de la ciencia, es casi un inocente
científico distraído al que su hija tiene que anudarle la corbata. “Hoy estoy
aquí ante ustedes porque nunca perdí la mirada de asombro de un niño de ocho
años que va a la escuela en una mañana de primavera”, dice en el discurso de
aceptación del premio Nobel. Un hombre que vive en la luz del pensamiento
abstracto, y cuyos monstruosos hijos son sus tentáculos. Al morir, les deja a
éstos el Hielo 9, de su propia autoría, una sustancia química capaz de
transformar en hielo cualquier materia a menos de 45 grados que se ponga a su
alcance. En la república ficticia el
narrador oye hablar del bokonismo, religión delirante pero también verdadera,
que comienza su biblia anunciando que todo es mentira. Los personajes de Cuna de Gato acaban como marionetas de
esas ilusiones, presas del ridículo y mostrando a la vez el Gran Ridículo General.
La cuna de gato es un figura que se arma con hilos entrelazados en los
dedos. Newt, el hijo de Hoenikker, escribe una carta contando que la única vez
que vio jugar a su padre fue haciendo una cuna de gato y luego cantándole:
“Duérmete gato en la copa del árbol”. En el centro de muchas novelas de
Vonnegut hay una rima o una canción infantil, que condensa el absurdo en el que
sus personajes palpan el aire como ciegos.
3 comentarios:
Excellente! abrazo
Me olvidé de decir que lo estoy leyendo. Me divierte mucho.
Anoche soñé con el Loro, pero no pude entender lo que decía, espero no correr ningún riesgo, y menos que se me aparezca en mi ventana, o en una compra-venta de una casa desconocida... Igual si lo veo lo dejo como estaba, y donde estaba... Muy buena la nota de la X, no conocía a ese escritor, de todas formas entre el Ballard del Mundo Sumergido y La canción que cantábamos todos los días, mi interés por la ciencia ficción y lo "paranormal" (por llamarlo de algún modo) a crecido.
El del país de los gigantes me gustó como idea, pero se me ocurría que estaría bueno llevarlo al extremo, una especie de enciclopedia de ese país; el riego sería que los rasgos "bolañezcos" (o borgeanos, según quién opine, claro) de la Literatura Nazi se acentuaran, pero se cura con un trago de realismo delirante, un sorbo de Los Soria, en fin, derivas, saludos...
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