(La reseña de Silvio Mattoni sobre "Los Campos Magnéticos" en la última Deodoro).
Vértigo y magnetismo
Silvio Mattoni
Hace
poco se publicaron los primeros doce libros de la editorial “La Sofía
cartonera”, perteneciente a la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional
de Córdoba. Después del acontecimiento, que incluyó títulos de escritores
argentinos reconocidos como Arturo Carrera o Washington Cucurto, o rescates de
libros de los años 70 de importantes escritores cordobeses como Antonio Oviedo
y Oscar del Barco, me parece que vale la pena detenerse a leer algunos textos
inéditos que por ese medio vieron la luz pública. Por ejemplo, la novela breve Los campos magnéticos de Luciano
Lamberti. Resumo torpemente su argumento: las vicisitudes sentimentales de un
grupo de jóvenes, un par de chicas y un par de muchachos, desde una etapa que
podría definirse como estudiantil hasta una madurez donde los ideales,
principalmente relativos al amor, no sólo parecen haberse resignado, sino
incluso haber sido destrozados con saña por el tiempo.
Pero
lo interesante de la novela de Lamberti no está en lo que les pasa a los
personajes, de una verosimilitud pocas veces vista en la narrativa de Córdoba,
sino en sus escasos momentos de introspección, cuando miran el residuo
depositado por sus vidas comunes en el fondo de ellos mismos y no le encuentran
ningún significado. Desde el primer capítulo, que quizás sea un final al que
luego se le añadirían miradas retrospectivas, como casos de una serie cuyo
límite se conoce de antemano, un personaje, una chica que vale por todos, toma
pastillas y hace terapia. Pero aquello que la llevara ahí, unos ataques de
vértigo o de pánico que le sugieren la existencia de un remolino oscuro, un
pozo que la chupa y se parecería a la muerte, nunca se irá de su vida. Luego,
en otros capítulos, habrá posibles orígenes para sus ataques, hechos que le
sustrajeron el suelo bajo sus pies o que le quitaron sentido a sus compromisos
vitales, tales como el trabajo y la convivencia en pareja. Dichos episodios
serían dos: la muerte súbita del padre en un restaurante, instantánea; y un
casi involuntario adulterio, si el noviazgo prolongado admite ponerle este
nombre a su inocente transgresión, con un chico del pueblo natal. Sin embargo,
ese vacío que se abre debajo de la chica no le pertenece a ella, sería el fondo
oscuro contra el cual desfilan todos los demás sujetos de la novela. El
magnetismo que los une parece una atracción negativa, nihilista, que los hace
chocar entre sí sólo para disolver sus discretas esperanzas.
En
suma, Los campos magnéticos, incluso
por su misma parquedad, su estilo conciso y lejos de toda grandilocuencia, es
una novela que ofrece la percepción de un mundo. Creemos en su posibilidad al
leerla. Aun cuando la nada a la que se reduce la casualidad de cualquier vida
–precisamente porque es posible, porque remite a una experiencia real, algo que
por otra parte no se puede representar literariamente– produzca cierto efecto
angustiante en el lector. La ingenuidad de la primera lectura se pregunta: ¿por
qué los muchachos se encanallan o se idiotizan bajo el peso del trabajo o de
las distracciones adictivas? ¿Por qué las chicas se estropean a sí mismas? Pero
la respuesta final, lo que da cuenta del magnetismo que arrastra toda vida
hacia su norte implacable, es que no se puede hacer otra cosa, que la juventud
termina y que su nostalgia desgarra a un narrador maduro que mira hacia el
pasado sin ninguna piedad.
Cabe
destacar que una novela nueva de un autor joven, al módico precio del libro
cartonero, podrá llegar a muchísimos lectores y entonces la ciudad verá,
leyéndose allí, que ya ha crecido tanto que puede ser la patria de nuestro
descontento y al mismo tiempo la meta de nuestra literatura.
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