Gladys Florimonte pronuncia 43 veces la palabra “culear”. 28 veces la palabra “boludo”. 4 veces la palabra “cabeza” (refiriéndose a la extremidad del miembro masculino). 12 veces la palabra “puta” (incluyendo hija/o de puta). Con la mano metida en el pantalón, simula una erección. Hace pasar a dos parejas al escenario, les enseña una coreografía de regatteon que incluye el movimiento de “culear” y luego juzga que uno de los hombres “culea” mejor que el otro. Denomina a una de las partes de la coreografía, en la que mujer simula practicarle sexo oral de rodillas a su marido, como “Wanda Nara”. Se ríe de su propia fealdad. Es arrolladora y aburrida.
La obra se llama “El Gran Show”. Gladys Florimonte es su columna vertebral.
“El Gran Show” es un nombre adecuado: el show es GRANDE, no por el número de los bailarines ni el tamaño del teatro sino por una duración de casi dos horas donde se suceden, sin solución de continuidad, los siguientes momentos: dos monólogos ligeramente sentimentales de Mateyko con la voz afectada por el aire acondicionado, una entrevista en vivo a la Mole Molli, bailes sin el menor sentido, 26 autoreferencias al mundo mediático y el Puma Rodríguez sentado en una banqueta, cantando trozos escogidos de sus hits.
Gladys Florimonte se carga la obra a la espalda a base de insultos al público y de todas las variaciones para nombrar el acto sexual. Es una veterana desencanta y cínica. Mirándola, me acuerdo de lo que me contó un ex mozo de El Gato: en su época, nadie la quería atender porque era una clienta caprichosa y nunca dejaba propina.
Esta es la peatonal de Carlos Paz. Una mezcla entre Hollywood y Miami. Una ciudad perfecta para matarse de sobredosis o filmar una película porno. Sobre los negocios del centro, se destacan los carteles de las obras de teatro. La de Artaza y Cherutti, la de Fredy Villareal, la de las hermanas Escudero. Si hubiera que dar un premio al mejor cartel, el indiscutible puesto número uno se lo llevaría el de “¿Y donde está el mafioso?” de Flor de la V: ocupa casi la mitad de una cuadra, tiene una estética pop y nos muestra en primer plano a un Emilio Disi que se sostiene con todas sus fuerzas de la vida, y a Flor -soy-una leyenda- de la V vestida como policía, como la policía que todos quisiéramos que anduviera por las calles, la policía de nuestros sueños y nuestras perversiones, para nada la policía real.
En una sala recientemente inaugurada bajo uno de los puentes de Carlos Paz hay una exposición del fotógrafo oficial del programa de Tinelli. Fotos gigantescas, técnicamente impecables y a su modo hermosas de las sucesivas ediciones del Bailando, la Mole cayendo a la pileta del aquadance, Carmen Barbieri de tanguera, Pampita llorando por el premio mayor y sigue y sigue. Son los mismos que ocupan los carteles del centro: Villareal es “el que estuvo en Tinelli”, Silvina Escudero es “la que hizo escándalo en lo de Tinelli, andaba con Matías Alé y mostró un pezón en el streep, el Comfer les puso multa y todo”, la Mole Molli es “el último que ganó el Bailando en el programa de Tinelli”.
Nadie sabe que “El Gran Show” se llama así. Se lo conoce como “la obra donde sale la Mole”. Pregunto a unos policías por el Teatro Coral y se miran como si les hablara de las costumbres sexuales de los canguros albinos. Les pregunto por “la obra donde sale la Mole”. Me responden inmediatamente, a coro: “Ah, dos cuadras para allá, de esa mano”.
La Mole es el nuevo Ricardo Fort. No tiene un Rolls Royce, no le gusta viajar en avión, pronuncia 122 veces la palabra “culeau” en su entrevista y declara que no piensa dejar bailar a “La Negra” (su mujer de toda la vida) porque es un “celoso”. Le basta un movimiento de caderas o una anécdota sobre un viaje avión y un brasilero para meterse al público en el bolsillo. Los aplausos más calurosos son para él (el segundo puesto, por razones inexplicables, se lo lleva la ex de Richie Fort, Virginia Gallardo, incluso sobre una Pamela David repentinamente seria, maternal y que, antes de desnudarse, nos revela que “no todo lo que dicen los medios es verdad”). La Mole, que casi mata a trompadas a Fort, es el Fort de la temporada.
El Rey.
Por dos meses.
La gente mira Tinelli porque tiene un concurso de baile, pero también una telenovela, un desguasadero de corazones rotos y una comedia que hubiese hecho tiritar de envidia a cualquier dramaturgo existencialista francés, y cuyo único payaso solitario y espontáneo es el mismo Tinelli. La gente lo ve, lo ama, lo odia, lo extraña, lo sigue viendo. Después se van de vacaciones y siguen viendo a Tinelli (a los inventos de Tinelli, a los Hijos de Tinelli) en las obras de teatro de Carlos Paz.
“El Gran Show” es una sucursal de Tinelli. Está ahí, como un fantasma, sobrevolando todo.
Carlos Paz es una sucursal de Tinelli. Llega enero, entonces todo el mundo piensa: ¿Porqué no nos vamos a Carlos Paz? Es lindo Carlos Paz. Tiene montañas, tiene un lago, tiene boliches, tiene un lago, tiene río cerca, tiene todo, como Tinelli.
Así que todo el mundo se va a Carlos Paz y la ciudad revienta. Un miércoles, un jueves, revienta. Al atardecer, los colectivos que paran en la costa para levantar a los que fueron al río están atestados. A la noche, familias argentinas con bronceados recientemente adquiridos pasean por el homiguero de la peatonal. Hay un montón de gente alrededor de algo: ese algo es el Flaco Pailos dándole una entrevista a Canal 12. Hay otro montón de gente alrededor de otro algo: ese algo es un negro que se hizo famoso por estar en la tribuna de Tinelli.
Si la Mole es famoso y se ocupa de contar lo lindo que es ser famoso (ahora le hacen descuentos en la carnicería), ¿por qué yo no puedo ser famoso? Y si no puedo ser famoso, salir en el Bailando y que me hagan descuentos en la carnicería, aunque sea puedo, con una entrada que va desde los 80 a los 200 pesos, mirar en carne y hueso, ahí nomás, a la farándula que todas las noches del año miro en la televisión.
Sino puedo ser famoso puedo salir atrás de un famoso en la televisión, por ejemplo.
Son las 9 y cuarto y “El Gran Show” empieza a las 10, pero ya hay una cola que llega a mitad de cuadra. Una voz masculina: “Mi mujer viene a ver a la Mole. Qué Mole, yo vengo a ver a Virginia Gallardo”. Después abren sala y subimos interminables escaleras. Las ancianas - el 90 % del público, increíble que haya tantas - ascienden con dificultad: agarradas a la baranda, de la mano de personas más jóvenes que las guían con paciencia. Entramos y al rato no hay una butaca vacía. Algunos se sacan fotos con el celular: “La Dora y yo antes de ver la obra de la Mole”. Casi no hay jóvenes. Muchas parejas. Una nena que se aburre y el padre que le dice: “Quedate quieta que en un rato va a salir la Mole”.
En el programa, Gladys Florimonte agradece a un médico y a una empresa de implantes dentales. Se anuncia a Leo Dan entre los invitados, pero esperaremos en vano su aparición. Y luego, casi al final, después de dos horas de bailecitos y de 150 variaciones de la palabra “culear”, rogaremos a Dios que a Leo Dan no se le ocurra aparecer. Las señoras y yo ya estamos cansados y con sueño. Es hora de salir del paraíso de Tinelli y volver a casa.
Se apagan las luces y el escenario se llena de humo y aparecen las estrellas que vemos todos los días en el programa de Tinelli, hablando del programa de Tinelli y aprovechando la fama del programa de Tinelli, pero en carne y hueso, ahí, a unos metros. Lo queremos todo de ellas, queremos ser ellas, queremos tocarlas, queremos comerles el cerebro. El humo cubre el escenario y entonces deja de ser un escenario, es el humo que hay en esa clase particular de paraíso donde las estrellas brillan sin término. Por una noche, por 80 a 200 pesos, todos somos parte de ese paraíso.
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